No hay nada como irse de vacaciones. ¡Pero nada, eh! Si te digo que lo tenés que hacer, es porque así debe ser. No pienses que voy a querer convencerte ni venderte algún país, alguna ciudad, comer algo típico de cada lugar, aprender el nombre de una moneda, de las calles, de un hostel, un hotel. Saber dónde está la terminal, el aeropuerto, la peatonal, como decirle al taxista hasta donde querés ir en un inglés frustrado. No, no creas que vaya a pedirte que tomes muchas fotos, ni duermas muy poco. Nada de eso. Tampoco quiero que vivas los días como si fuesen los últimos días de tu vida, ni que dejes al mal humor afuera. Pero si hay mar, te vas a olvidar de todo eso. Si hay una plaza y estas en el octavo piso, también. No quiero llenarte de dudas, de preguntas sin responderlas ya. No pretendo incentivarte. Decirte que no habrá mejor época que la que estés viviendo de vacaciones. Claro que no. Solo estoy pensando, solo estoy relatando una serie de consejos baratos (que todos ya saben).
Ya sé, sí. Y no importa. Pero no hay nada como agarrar la mochila, un par de calzoncillos, bermudas, pantalones, remeras, alguna camperita fina, medias, un buen calzado, lentes de sol, un gorro, el cepillo de dientes, un poco de dinero y no esperar a ninguna fecha para volver, ni pensar en que tenés que volver. Lo mejor de todo, es que no volvés. Nunca vas a volver a sentir lo que sentías antes. No vas a sentir más nada, porque no vas a tener tiempo para eso. Vas a tomar al tiempo, lo vas a apretar bien fuerte, lo vas a tirar a la basura y lo vas a dejar ahí, bien quietito y moribundo, para cuando necesites un descanso, lo puedas usar de nuevo. Pero hasta entonces, vas a ser vos quien se proponga conocer y conocerse estando fuera de casa. Las vacaciones son eso: una necesidad que se ha hecho amiga de la injusticia por la realidad.